Archivo

Posts Tagged ‘Oscar Taffetani’

Nenette: derechos de una autora

septiembre 3, 2010 2 comentarios




OSCAR TAFFETANI

Un singular y exquisito homenaje a Atahualpa Yupanqui se realizó a fines de 2000. Fue un álbum realizado por Víctor Heredia con poemas inéditos de Don Ata –cedidos por su hijo Roberto Chavero– y musicalizados e interpretados por artistas de la talla de Mercedes Sosa, Teresa Parodi, Joan Manuel Serrat, Silvio Rodríguez, Alberto Cortez, Fito Páez, León Gieco, Víctor Manuel, Luis Eduardo Aute, Jairo, Alberto Cortez y el propio Víctor Heredia. Otro homenaje, cotidiano, que el mercado mundial del disco le hace al autor de El payador perseguido es la permanente reedición y difusión de sus obras. Desde inhallables grabaciones con la Agrupación Tradicional «El Mangrullo» o con los Quilla Huasi hasta registros en vivo de las presentaciones en Europa y el Lejano Oriente, toda la obra de Don Ata –alrededor de 1.200 grabaciones– es recuperable, digitalizable, comercializable.

También debe destacarse la labor de difusión que cumple la Fundación Yupanqui y su contribución al mantenimiento de la casa-museo de Cerro Colorado, Córdoba, un retazo de tierra argentina que el poeta amó, y en el que descansan sus restos. Cerro Colorado ofrece a los visitantes, antes que nada, la visión de un agreste paisaje serrano y de un entorno cultural que fueron determinantes en la obra yupanquiana. En segundo lugar, deja ver las reliquias y objetos personales que acompañaron al artista en su carrera: guitarras, ponchos, aperos criollos y facones de plata, pero también libros y partituras, afiches y fotos, premios y condecoraciones.

Una verde fronda atenúa en Cerro Colorado los rigores del sol cordobés y las asperezas del terreno. Son los árboles que plantó Nenette. Antoinette Paule Pepin Fitzpatrick –Nenette– nació en la colonia francesa de Saint Pierre et Miquelon, Canadá, el 9 de abril de 1908. Falleció en Buenos Aires el 14 de noviembre de 1990. Desde 1947 hasta su muerte fue la esposa y compañera en el arte de Atahualpa Yupanqui.

La historia de la pareja arranca a fines de la década del ’40, cuando Nenette, concertista de piano radicada en el país e interesada por los géneros y estilos musicales criollos, viajó especialmente desde Buenos Aires hasta Tucumán para escuchar a Atahualpa Yupanqui, un guitarrista y compositor cuyo nombre empezaba a sonar en el ambiente de las peñas folklóricas.

Un tiempo después de aquel primer encuentro, fue Atahualpa quien buscó a Nenette. Atrás quedaban dos décadas de dura supervivencia, el matrimonio con Alicia Martínez y tres hijos (con Nenette habría de nacer el cuarto, Roberto Chavero, quien pudo vivir con sus padres años mejores).

«El terreno de Cerro Colorado –cuenta Roberto Chavero– fue un regalo que le hicieron a papá, a principios de los años ’50. A él le gustaba mucho ese paisaje porque le recordaba el de Tafí del Valle, Tucumán, en el que pasó su mocedad. Yo era muy chico cuando comenzamos a ir allá y constrimos el primer rancho. Al principio teníamos un solo caballito, que se usaba para ir a hacer las compras al pueblo (los autos no llegaban a Cerro Colorado, porque había que atravesar un río y un arenal). Años después pudimos tener tres caballos y entonces salíamos a pasear juntos y participábamos un poco más de la vida del pueblo. Viví con ellos hasta los veintiún años. Fueron años de trabajo y de sacrificio, pero muy felices».

París constituyó desde los años ’60 el segundo hogar –y domicilio laboral– de Atahualpa Yupanqui. «En Francia –prosigue Chavero– papá siempre tenía trabajo y le pagaban mejor. Pero, además, sentía que allá había un respeto por el artista y por la obra que en el propio país se le negaba. Lo que siempre tuvo aquí fue calor popular, el cariño que la gente le daba cuando lo veía por la calle o lo iba a escuchar al teatro…»

La rutina de composición de Don Ata, según el testimonio familiar, tenía dos variantes. Unas veces escribía él en un papel los primeros versos para una canción o tomaba la guitarra y dibujaba la primera melodía. Luego hacía escuchar a Nenette aquel borrador, para recibir sus observaciones y correcciones. Finalmente, Nenette era la encargada de pasar la pieza completa al pentagrama. Otras veces, era Nenette la que se sentaba al piano, escribía en el pentagrama una melodía y más tarde la hacía escuchar a su marido para que le buscara versos o la interpretara en la guitarra (contra lo que se cree, era un estudioso de la guitarra clásica, muy devoto de Segovia y los maestros españoles).

Al momento de registrar aquellas composiciones –requisito indispensable para proteger los derechos de autor–, Nenette optó por un seudónimo masculino: Pablo del Cerro. «A mamá –dice Chavero– le parecía que un nombre y un apellido extranjero no acompañaban el espíritu de una canción criolla. Entonces, como homenaje a su amigo Enrique del Cerro, que era un actor y locutor de radionovelas, o bien como recuerdo del Cerro Colorado, se puso ese nombre…» Numerosas son las canciones de la dupla «Yupanqui-Del Cerro», tan famosa e importante para la canción argentina como lo han sido «Dávalos y Falú» o «Castilla y Leguizamón».

Pertenece a Nenette la música de El alazán, Monte callado, La copla, Los dos abuelos, La del campo, Coplas del caminador, Cuando duerme la guitarra, Felicidad, El bien perdido, La pura verdad, El pocas pulgas, El mal dormido y medio centenar de joyas de nuestro patrimonio cultural, en su mayor parte conocidas en la voz o la inimitable guitarra de Atahualpa Yupanqui.

La gloria de Don Ata, su universalidad y permanencia, ya está asegurada por creaciones de la calidad de El arriero y de Camino del indio, más allá de la cantidad de textos y melodías que haya registrado con su nombre. Y eso sin contar su rescate de músicos y poetas argentinos olvidados, el trabajo de recopilación cumplido con el folklore de nuestro Noroeste, la obra literaria y ese permanente diálogo –acentuado en el final– con antiguos acervos y culturas del planeta. Atahualpa ya está en ese monumento imborrable e indestructible que es la memoria popular. Sólo falta sacar, siquiera un poco, a Nenette de la sombra.

Falta que una composición inédita de Nenette, por ejemplo, integre el próximo álbum de homenaje a don Atahualpa Yupanqui. Falta que instituciones como SADAIC –a la que tanto han aportado y aportan las autoras como Nenette– se permitan la pequeña desobediencia de decir que el autor llamado «Pablo», por caso, es en realidad una autora llamada «Paule». Falta que hagamos saber –y que sepamos– que junto a aquel honroso embajador de la cultura argentina que un día colmó de público y aplausos el teatro Olympia de París, había una mujer, una amable mujer que anotaba las melodías y acomodaba partituras en el atril; una mujer que tomó a Don Ata de la mano y le enseñó a decir, por ejemplo: «–Merci, merci beaucoup«.

Escrito para el suplemento «Zona» de Clarín (1999). Pudo publicarse por primera vez en Nuevo Siglo On Line (2003).

La rebelión de Fina

Raúl González Tuñón, Fina Warschaver y Nelly González Tuñón, en un paisaje familiar en la década del '60: el puente peatonal ferroviario de la calle Conesa, en Villa Urquiza.

OSCAR TAFFETANI

Ciertas reuniones del Comité Central del Partido Comunista Argentino, en las décadas del ’40 y ’50, solían disfrazarse de picnics: un grupo de familias amigas se reunían a pasar el día en una casa de campo. El último en llegar y primero en irse, por razones de seguridad, era el secretario general, Victorio Codovilla. Alrededor de él –especie de padrino siciliano, venerado y acatado por la familia– solían reunirse los varones y, excepcionalmente, alguna camarada con responsabilidades políticas. En otro grupo, que disfrutaba plenamente del día de campo, se juntaban las mujeres y los niños, con actividades y temas «propios». Al fin del encuentro,  todos confluían para el saludo y los niños o las esposas podían posar con el padrino para la foto de familia.

«Una imagen imborrable de aquellos picnics –cuenta el periodista Alberto Giudici, hijo de Fina Warschaver– es la de mi madre discutiendo con Codovilla o con algún miembro del C.C. en la mesa de los hombres. Cierta vez, Leónidas Barletta, un compañero de ruta (como se decía en aquel tiempo), que participó de algunos de esos picnics, llegó a darle a mamá un consejo que ella recibió como latigazo: ‘Mirá, Finita, hay que aprender a obedecer…»  Ese sería un retrato suficiente de Serafina Fina Warschaver, escritora argentina que por cuatro décadas compartió hogar, militancia e ideales con el destacado dirigente socialista (luego comunista, y disidente en el final) Ernesto Giudici.

Podrían colocarse, junto a ese retrato, los libros publicados por Fina: El retorno de la primavera (1946, novela); La casa Modesa (novela, 1949); Cantos de mi domingo (poesía, 1956); El hilo grabado (cuentos, 1961); Los que derrocaron a Dorrego (teatro, 1971) y Hombre-Tiempo. Secuencias de Amós (cuentos, 1974).

Después, los libros inéditos: Los hijos del Cielo y de la Tierra (ensayo sobre lo demoníaco en el arte); Color de siete días (poesía); Forja de la ciudad vieja (poesía); La Maldecida (teatro) y La alternativa (texto para un guión cinematográfico). A continuación, podrían ubicarse sus traducciones de Emile Zola, Jacques Roumain, Gérard de Nerval, Michel Butor y Elie Wiesel, publicadas entre 1951 y 1975.

Por último, deberían estar junto a ese retrato los ensayos, comentarios críticos y reseñas bibliográficas publicadas en el país (Clarín, La Nación, La Razón, La Prensa, Los Andes, La Voz del Interior, La Nueva Provincia y La Capital de Rosario se cuentan entre los medios gráficos; Municipal y Nacional entre las radios); así como los manuscritos de obras inconclusas y el Diario que llevó hasta los últimos años de su vida.

Todo esto sin contar su producción musical y lírica: alumna de piano de Pallemersts, de canto con Clara Oyuela y de composición con Jacobo Fischer e integrante de la Asociación de Jóvenes Compositores de la Argentina, pudo ver interpretados en 1949 sus Tres preludios, en 1950 Variaciones sobre un tema de Schumann y en 1960 el lied «Reconciliación».

¿Fue silenciada Fina Warschaver? ¿No obtuvo la cuota de gloria y reconocimiento que merecía su obra? En un aspecto, compartió la suerte de su esposo y compañero, quien también supo de la incompletud y postergación de una prometedora obra ensayística por los avatares de la militancia, la prisión, la clandestinidad y hasta la misma censura partidaria (renunció al PC en 1973, con una famosa Carta a mis camaradas).

Pero Fina Warschaver padeció además una férrea censura de género, es decir, la limitación de tener que combinar la investigación y el trabajo teórico –era profesora de Historia– y una vocación literaria con las labores domésticas, la crianza y atención de los dos hijos, así como con el trabajo remunerado, que ayudara a sostener el hogar (particularmente, durante los años en que su marido no tenía responsabilidad dirigente en la organización y aún no había accedido a la categoría de funcionario rentado).

Marxismo y machismo

«Ella siempre le reprochó a mi padre –continúa Alberto Giudici– el no haberla apoyado suficientemente en el cuidado de mi hermana Nora, que requería educación especial, ni en mi propia crianza, ni en el manejo del hogar. No es que sola no pudiera hacerlo –tenía una energía impresionante–, sino que le dolía no ser comprendida por él. Ellos habían arrancado juntos, parejos, con la idea de que ambos iban a dedicarse a una obra creadora y militante, pero a poco de andar se consolidó una división del trabajo convencional, algo que se acentuó en los años de ilegalidad (durante el Onganiato, papá llegó a pasar siete años fuera de casa, y debíamos hacer citas para encontrarnos con él cada tanto). En una carta, mamá le reclama: ‘…yo no quería tener hijos, quería ser una mujer libre; pero los tuvimos y debemos asumir nuestras responsabilidades…’ Ese conflicto quedó reflejado en muchos textos de Fina, como una suerte de catarsis…»

El acompañamiento social de la censura hacia aquella mujer que osaba levantar la cabeza de las ollas y pañales llegó por palabra y hasta por acción de algunos referentes de la izquierda argentina (quienes, paradójicamente, compartían los ideales de redención de los oprimidos). Al aparecer La casa Modesa, anticipo de lo que luego se conocería como «novela psicológica», el boedista Elías Castelnuovo escribió a Fina: «…leí su libro. Apreciación sintética: bueno. Si se tiene en cuenta que ha sido escrito por una mujer, muy bueno…»

Menos galante, un comisariado político partidario reunido especialmente para juzgar la obra –y en ausencia de la autora, tal como ésta le reprochó al director de los Cuadernos de Cultura Héctor P. Agosti años más tarde–, halló que la novela presentaba fuertes «desviaciones burguesas», desaconsejando a la militancia su lectura… (para esto, La casa Modesa ya había recibido una cascada de críticas favorables en distintos medios, incluso de orientación socialista).

Justo es reconocer que –como muestran cartas y papeles ahora exhumados– La Casa Modesa y su autora fueron defendidas ante aquel tribunal por el escritor Gerardo Pisarello, y contaron sotto voce con palabras de aliento de Raúl González Tuñón y Raúl Larra. Conmovedoramente, Fina escribirá con letra temblorosa en una de las últimas páginas del Diario: «Mis grandes amigos muertos: Bernardo Verbitsky, Raúl González Tuñón, Samuel Schmerkin, Gerardo Pisarello, Juan Castagnino… Los grandes amigos que me quedan: Raúl Larra… Escribo esto por si pierdo la memoria y olvido los nombres…»

Una carta dirigida a Helvio Botana en relación con la muerte de su madre Salvadora Medina Onrubia de Botana, pone de manifiesto –por si hiciera falta– la vocación decididamente feminista de Fina Warschaver: «Siempre sentí muy profundamente el problema de la desigualdad de la mujer en la sociedad y, sobre todo, los prejuicios, que por aquel entonces convertían su vida en un verdadero infierno. Y no sólo para la mujer de clase media, sino también para la mujer obrera misma (…) Si le relato todo esto es porque pienso que, tal vez, le guste conocer algo de lo mucho que su madre realizó. Generalmente se ignora lo hecho por la generación anterior, lo que significaba entonces afrontar la burla del público, sobre todo de los hombres, cuando en alguna esquina de Buenos Aires subíamos a un pequeño estrado de madera y empezábamos a hablar mientras un escalofrío nos recorría la espalda…»

Como sucede con los buenos escritores, nada se puede decir sobre Fina Warschaver y sobre su mundo que ella no haya podido expresar antes –y mejor– con sus propias palabras, en papeles impresos o inéditos, celebrados o quemados en alguna moderna hoguera inquisitorial.

El homenaje impensado

En 1989, un debate semejante al que se dio recientemente en el mundo –a raíz del embarazo de una niña producido por una violación— empujó a Fina Warschaver a escribir una carta al diario La Nación, que alcanzó a despachar el día 24 de julio de ese año, cinco días antes de morir.

La Nación decidió publicar la carta recién el 23 de septiembre –dos meses después-y no aclaró en esa oportunidad que quien la firmaba (“Fina Warschaver, Vuelta de Obligado 2284, Capital”) había fallecido. Por esa razón, comenzaron a llegar al buzón de la casa de Fina una serie de apoyos y mensajes de solidaridad de distintas personalidades que ignoraban que ella había muerto.

No hubo mejor homenaje, para esta intelectual argentina que recibió en vida su enorme cuota de silencio y el olvido, que esos mensajes que llegaron tardíos, inocentes, al buzón de la calle Obligado 2284, en el barrio porteño de Belgrano, cuando ya la dueña de casa había partido. En todos se trasluce el afecto y el reconocimiento que sus pares, aún sin conocerla, sentían por ella.

Reproduzcamos ahora algunos de ellos. Y sea ésta nuestra manera de recordar, al conmemorarse el Día Internacional de la Mujer, a la escritora Fina Warschaver:

“Querida Fina: El 23 de septiembre vi una carta en La Nación una carta que me sorprendió por su valentía, su sinceridad, su manera de encarar el tema –el aborto voluntario—con toda la dignidad y la cordura que corresponde. Es una carta magnífica y la suscribo enteramente, en todos sus puntos. Me alegré, también, porque ha sido la manera de tener tu dirección…”
(Estela Canto)

“Querida Fina: Muchas gracias por su excepcional carta. Conseguí copia del fallo (32 carillas) de Remigio González Moreno (…) Si le interesa fotocopíarlo, está a su disposición. Afectuosamente.”

(María del Carmen Brión)

“Sra. Fina Warschaver: Acabo de leer su carta de hoy (…) me apresuro a enviarle estas líneas, pues no encuentro en la guía su teléfono para llamarla (…) Quiero felicitarla, estoy en todo de acuerdo con lo que dice; yo me indignaba, precisamente, con ese juez y el abogado, que no sólo avalaban el crimen, sino que condenaban a una inocente víctima, la mujer vilmente atropellada, a tener que convertirse en madre de un hijo no deseado, que puede llegar con todas las taras genéticas de un ser sin entrañas (…) Muchísimas mujeres pensamos lo mismo. Soy católica y también madre y abuela, pero aunque un sacerdote me quisiera convencer de que la opinión ‘jurídica’ estuvo bien, no la compartiría. Me gustaría conversar con usted. Llámeme.”
(Delfina Bunge)

“Estimada señora: Su carta de lectores “Mujer violada” me ha conmovido profundamente. La felicito por su claridad de mente, su libertad de espíritu y su valentía. Reciba un cordial y emocionado saludo.”
(Florencio Escardó)

«Una mujer no es una incubadora”
(Carta publicada en “La Nación”)

Señor Director:

“Agradezco la publicación de unas cuantas ideas en respuesta a una carta aparecida el 18-7-89 sobre el pedido de aborto de una mujer violada.

“He tenido hijos y he escrito libros. Sé, pues, lo que es procrear y crear. Crear y procrear, en el hombre, son obra del pensamiento y del sentimiento. A diferencia de los animales, en los que son obra del instinto. Esa diferencia capital define lo que es legítimo de lo que no lo es en los seres humanos. El sexo mismo tiene un sentido distinto en una especie y en la otra. En los humanos existe un incentivo que llamamos amor. Ese acto en el animal es el estado de celo, un despertar de los sentidos y nada más. Nadie puede justificar un acto de violación que nos retrotrae a la animalidad. El hombre es superior por sus sentimientos y por la razón.

“Por lo tanto avalar el crimen de la violación de una mujer –y la violación es uno de los mayores crímenes—y querer imponerle la consecuencia –no querida—de la gestación, producto de un acto de violencia irracional y no del mutuo amor, es aceptar ambas cosas: el crimen y la animalidad. No es la procreación lo que justifica el amor, sino el amor lo que justifica la procreación.

“En el asunto de la muchacha violada, que ha tenido la valentía de repudiar la violencia ejercida sobre ella y defender su derecho a interrumpir la gestación, han intervenido un juez y un abogado que dice defender el derecho a la vida del embrión. Cuánto más valido sería que defendieran ese derecho en los jóvenes en la plenitud de la vida, que son aniquilados por guerras, por la miseria y demás plagas de una sociedad injusta.

“Y me pregunto ¿es posible apoyar un delito presente –el de la violación—en nombre de un derecho hipot{etico, el de un injerto que no es su hijo?

“Soy individualista, y lo soy porque amo a la humanidad, que está construida por individuos. Se ha legislado sobre el derecho inviolable de la propiedad. Pues bien, he escrito ‘Mi cuerpo es mi casa’. Y es mi propiedad.

“Y si la legislación declara sin culpa al que mata al ladrón que entra en casa ajena, yo declaro que esa muchacha está exenta de culpa si interrumpe su embarazo –no querido–, producto del delito de violación. Una mujer es una persona, no es una incubadora.”

Fina Warschaver
Vuelta de Obligado 2284
Capital

(Carta publicada en el diario La Nación el sábado 23 de septiembre de 1989)

Fragmentos

Sobre Borges

«…lo malo de los estudios sobre Borges es que lo sistematizan, lo organizan en una forma que no es la suya. ¿Y cómo se puede explicar a alguien prescindiendo de la forma que él ha adoptado? La forma en que yo estudiaría a Borges es siguiéndolo en sus vericuetos y laberintos, reflexionando mientras él me lleva de la mano. Pero sin tratar de sustituirlo por algo ajeno a él mismo, como ocurre con los tratados. Hasta Homero y los autores que lea, las leyendas, se convierten en él mismo cuando se nos muestra en su aspecto más fascinante: el de lector ávido. Sí, un homo lector, que se agrega al homo faber y al homo sapiens, una especie de «hincha» de calidad especial. Y la forma de este homo legens es un vaivén, una marea que lame los cantos del conocimiento y los convierte en sal poética…»

(Anotación en un Diario)

Raskolnikov y Napoleón

«… tenemos también el problema de Raskolnikov. Es un asunto que me preocupó mucho en la adolescencia. Raskolnikov plantea su problema así: si Napoleón hubiera tenido que matar a una vieja para realizar sus empresas, la habría eliminado sin remordimientos. Entonces, Raskolnikov resuelve matar a la vieja prestamista para poder iniciar su carrera napoleónica. Siempre me he preguntado por qué Raskolnikov había fracasado. Antes, creía simplemente que, no siendo Raskolnikov un Napoleón, su conciencia débil lo había empujado al arrepentimiento. Pero ahora me explico las cosas de otra manera: si Raskolnikov hubiera sido Napoleón, no habría hecho depender la realización de su obra de la muerte de una vieja…»

(De las palabras pronunciadas durante la presentación del libro
El retorno de la primavera
)

Epitafio en movimiento
(poema)

Voy a morir sin dejar rastro,

menos que el caracol ovillado en su membrana,

menos que el aliento condensado en la ventana,

menos que la ojera del guijarro en el estanque,

menos que el latido de la almeja en la arena,

menos que la voluta de la pluma en el aire,

menos que el humo que empaña la mañana.

Ah, si fuera

estrella de nieve en el vidrio del recuerdo,

rosa náutica en el mar del pensamiento,

vela enamorada del viento, pasaría

como espectro de luz en la semana y dejaría

el color de cada día. Pero

voy a morir sin dejar rastro.

(Del poemario inédito Color de siete días)